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  • Foto del escritordimastamurejo

La reina del bosque


Antes del alba, el interior del viejo caserío de piedra permanece en una cálida penumbra. Las brasas de la chimenea, que se resisten a morir, iluminan tímidamente la única estancia del viejo caserón. El aroma a leña quemada que todo lo impregna ofrece a los que duermen la certeza del calor del hogar. Petra se levanta con cuidado del jergón de paja que se sostiene sobre un viejo camastro de madera. Su hermano pequeño todavía duerme, no lo quiere despertar. No hace falta. Que descanse un poco más, no hay prisa, no hay hambre, ya no hay miedo. Tienen madera de sobra para quemar y vender. A medio día vendrán a buscar la leña y a cambio les darán huevos, pan y quizás un poco de carne.

La joven se cubre con una manta, el viejo camisón de su madre no es suficiente para lidiar contra el frío más allá de la cama que comparte con su hermano. El suelo de piedra está helado, ella va descalza, y sin embargo camina con temple hasta el calor de la chimenea para no hacer ruido. Con mucho mimo pone un caldero en la lumbre para calentar un poco de sopa. Unas piñas secas en las brasas, unas ramas, soplar suavemente y un poco de paciencia, la receta perfecta para avivar el fuego. Y cuando lo consigue, con la mirada perdida en las llamas, escuchando el crepitar de la madera seca, saborea un chusco de pan que le sabe a gloria.

Cuando ha terminado, se lava la cara, y se desprende del viejo camisón para ponerse unas calzas negras de tela gruesa y una camisola gris que años atrás fue blanca. Se cubre con la vieja capa de piel de oveja de su madre. Hace tiempo que ganó lo suficiente para hacerse una nueva, pero le gusta el aroma que desprende. Huele a ella. Antes de salir al exterior arropa a su hermano, le acaricia el pelo y lo contempla tranquila. Cuando se asegura de que todo está en orden, llena un pequeño zurrón de queso secó y pan duro. Se calza las botas de caña alta que descansan junto al fuego. Recoge de un rincón el espadón de su abuelo, y sale del caserío sin hacer ruido.

Al otro lado del portón de madera, un mar de nieve espera a Petra que con las primeras luces del amanecer sigue el sendero que se vislumbra bajo el blanco manto. Después de un largo paseo, cuando del caserío ya solo se intuye en el cielo el calor del hogar escapándose por la chimenea, la joven como de costumbre, se detiene un instante, se santigua y susurra una oración más por inercia que por devoción. Siempre lo hace al pasar al lado del murete de piedra que separa el sendero del pequeño cementerio. Allí descansan sus abuelos, sus padres y sus hermanos mayores. Hace años que el frío y el hambre se los llevó a todos. Después de rezar, sin mirar atrás y sin miedo alguno, se adentra en el bosque.

Cuando tiene la certeza de que está completamente sola, se aparta del camino y se pierde entre los frondosos árboles. Cierra los ojos y acaricia los troncos con la yema de los dedos. No tiene prisa, no tiene miedo. A salvo de miradas recelosas, allí donde los prejuicios no tienen el valor de seguir sus huellas, escoge un haya de tronco grueso y recto. Se desprende de su capa y de su zurrón, se desabrocha la camisola para estar más cómoda y desenvaina con delicadeza el viejo espadón de su abuelo. La joven entonces contempla el acero y pasa el dedo por su filo para comprobar que no está mellado. Nunca se cansa de admirarlo. Es lo único que no pudo quemar en la chimenea para calentar la casa, lo que no se atrevió a cambiar por algo que llevarse a la boca. Pero Petra ya no teme al frío, ya no tiene hambre, solo tiene ira en el cuerpo que con el paso de los años se ha transformado en pura fuerza. Los definidos músculos dibujan la piel de un cuerpo perfecto cada vez que hace bailar la espada en el aire. Con serenidad empuña el espadón con ambas manos y levanta los brazos alzando el acero por encima de la cabeza y entonces aguarda. Respira profundamente, cierra los ojos. Cuando se siente preparada, ebria de vida, zumba el aire con la espada, y la golpea contra el tronco de arriba abajo con todas sus fuerzas. El árbol nunca cae con el primer golpe. Ella tampoco. Así que el ritual comienza de nuevo. Levantar, respirar y golpear. Cada vez que asesta un mandoble, los músculos de su cuerpo se tensan, explotan de rabia, Petra grita y el bosque se estremece. Si el árbol cae antes que ella, busca otro y no se detiene hasta quedar exhausta. Y cuando no puede más deja salir por la boca un orgasmo de victoria y rabia.

Nunca deja nada para el regreso.

Allí en lo profundo del bosque, día a día, hace años que la niña huérfana se convirtió en mujer a golpe de acero. La única diferencia es que ahora le espera un plato caliente al llegar a casa y su hermano pequeño hace inviernos que no tose y vuelve a tener un brillo de esperanza en la mirada. Ahora, de rodillas, empapada en sudor, jadeando, apoyada en el espadón que ha clavado en la nieve, Petra sonríe, busca el cielo entre las copas de los árboles y se siente feliz.

En el valle todos saben que los hombres del norte no son capaces de derribar árboles a golpes de espada, eso solo puede hacerlo Petra.


Dimas Tamurejo





Este cuento iba para novela y se quedó en un cajón para terminar en una antología pandémica.

Escribir en tiempos de pandemia de Parnass ediciones.

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